El aporte de Fabio Erber al pensamiento sobre el desarrollo: mirada sumaria desde Uruguay
Judith Sutz, Rodrigo Arocena, Estratégias de desenvolvimento, política industrial e inovação: ensaios em memória de Fabio Erber / Organizadores: Dulce Monteiro Filha, Luiz Carlos Delorme Prado, Helena M. M. Lastres. – Rio de Janeiro : BNDES, 2014.
El pensamiento de Fabio Erber, aunque inscrito en la escuela estructuralista latinoamericana sobre el desarrollo, presenta marcadas características propias. El énfasis no en la tecnología per se sino en la construcción de condiciones para el aprendizaje es una de ellas. Esto lo acerca a la perspectiva evolucionista en economía por un lado y, por otro, a una específica forma de analizar al país, al estado y a las políticas. Sus enfoques resultaron iluminantes para los autores de este capítulo a la hora de pensar en políticas de conocimiento y de innovación para el desarrollo de Uruguay. El artículo, luego de dar cuenta de algunas de las facetas particularmente estimulantes del pensamiento de Fabio Erber, presenta ciertas ideas sobre el desarrollo uruguayo y el desarrollo en general, señalando la huella dejada por un intelectual consecuente que, además, fue un amigo.
1. Introdución Nostálgica
Como suele ocurrirles a los investigadores de un pequeño país tan al Sur como el nuestro, conocimos a Fabio Erber antes por sus escritos que en persona. Varias preocupaciones concretas nos llevaron a encontrarlo, antes que finalizara la década de 1980. Una de ellas estaba asociada al papel que las nuevas tecnologías, en particular las derivadas de la entonces floreciente microelectrónica, podían jugar en el desarrollo de América Latina. No era éste un mero ejercicio de imaginación: durante los años 1970, tanto en Brasil como en Argentina y, aunque de manera diferente, también en Uruguay, microelectrónica y política pública habían entrecruzado caminos de forma marcadamente heterodoxa.
En Argentina, durante la emergencia de un esfuerzo por abrirle paso a la “burguesía nacional” en un panorama general de preeminencia industrial de multinacionales integradas verticalmente con el exterior [Arceo y De Lucchi (2012)], surgió una empresa que se propuso fabricar una minicomputadora con diseño local, tanto en hardware como en software y en componentes microelectrónicos. En Brasil, de forma aún más integral, pues no se trataba de una empresa sino de una política de estado, se apostó a una sustitución estratégica de importaciones en equipamiento para el tratamiento electrónico de datos, en particular, también, en el rango de las minicomputadoras con diseño propio [Erber (1985); Adler (1987); Schmitz y Cassiolato (1992)]. En Uruguay, la excepcionalidad de una decisión de la empresa pública de telecomunicaciones le abrió camino al desarrollo, con tecnología propia, de centrales télex digitales de muy pequeño porte con posibilidad de crecimiento modular, inexistentes a la fecha en el mercado mundial [Snoeck, Sutz y Vigorito (1992)].
Ninguna de las tres experiencias tuvo continuidad, sea por el accionar de una dictadura militar con ideología ultra aperturista en lo económico (Argentina), sea por el debilitamiento de las alianzas que hicieron posible la experiencia previa (Brasil), sea por lisa y llana incomprensión de cómo se construye desarrollo tecnológico (Uruguay). Puede argumentarse que los eventuales defectos y carencias de estas experiencias pudieron haberlas llevado a su fin aún en el marco de “buenas” políticas; este sería en todo caso un contrafáctico cuya validez sería difícil de apreciar dadas las políticas que realmente se aplicaron. Fabio Erber hablaba de una estrategia y de un enfoque conceptual que ofrece un gran paraguas para las “buenas” políticas y que, también, permite explicar lo que puede ocurrir en su ausencia: proponía considerar al mercado interno como un recurso nacional.
Su idea no está asociada ni exclusiva ni principalmente al tamaño de dicho mercado, en cuyo caso de poca utilidad habría sido para Uruguay. El centro de la cuestión está en que el mercado interno es el espacio donde diversos actores y muy en particular las empresas aprenden a combinar diferentes tipos de recursos para innovar y a partir de allí, eventualmente, participan de forma directa o indirecta en mercados ampliados. Es fácil ver por qué este enfoque resultó iluminante para algunos de los que, en los años 1980, intentaban encontrar un camino razonable para hacer del conocimiento y de las nuevas tecnologías un factor de desarrollo en un país pequeño donde, además, una década de dictadura militar había devastado las capacidades cognitivas nacionales. No importa el tamaño, no importa desde qué nivel se parte: si se entiende que siempre es posible, aunque al comienzo sea de forma por demás modesta, vincularse creativamente con las nuevas tecnologías para resolver problemas nacionales, la política pública puede utilizar el mercado interno, lleno de esos problemas, como banco de prueba de las innovaciones resultantes. Algunas serán exitosas, otras no, algunas sólo quedarán dentro de fronteras y otras, talvez, las trascenderán. Lo que Fabio Erber señaló o, al menos, lo que nosotros entendimos de su enfoque, es que la cuestión no es escoger entre volverse un tigre del Sudeste asiático, si se cree que se puede, o devenir un tomador de tecnologías con creatividad fuertemente restringida, si lo anterior parece inalcanzable. La cuestión es construir fortalezas, a partir de entender al mercado interno, al espacio nacional con sus problemas y sus capacidades para resolverlos, como un recurso de primer orden, al mismo nivel que otros aspectos del país se consideran recursos.
Un segundo punto de contacto con Fabio tuvo que ver con su vocación integradora entre la política-política y la política industrial, ambas objeto de sus desvelos. No se trata sólo de su reivindicación empecinada de la necesidad de tener políticas industriales activas, mostrando, entre otras cosas, que los modelos que se le presentaban a los países latinoamericanos para justificar lo contrario eran lecturas descaminadas de realidades que aplicaban poderosas políticas activas hacia la industria. Se trata también, y quizá principalmente, de no concebir la política industrial como una cuestión a-ideológica, sino profundamente influida por concepciones asociadas a la política-política. Esto implica que hay políticas industriales funcionales a un gobierno que se reclama de izquierda que tienen especificidades, que pueden suponer costos que desde otras perspectivas ideológicas no se justifican pero que son parte de la construcción de un futuro nacional a cuyas metas se deben. La ida y vuelta desde la política industrial y de innovación al proyecto de país encarnado en las propuestas de la izquierda ocupó buena parte de las conversaciones que tuvimos el privilegio de compartir con Fabio. Implacables es un término que le calza justo a sus consideraciones, tanto como lúcidas. Para nosotros, convencidos de que la izquierda tenía que pensar la política de ciencia, tecnología e innovación desde la izquierda y, además, que esa política no podría sino tener especificidades respecto de otras, “ortodoxas”, conversar con Fabio era a la vez fuente de entusiasmo (aunque nadie podría acusar a Fabio de fácilmente optimista) y de confirmación.
Fabio escribía de forma particularmente disfrutable para quien lo leía; los giros literarios y el humor que cada tanto asoman en sus textos muestran cómo se puede colaborar a la comprensión y discusión de cuestiones complejas, tanto para quienes compartían su profesión de economista como para quienes compartían con él otras preocupaciones. A la sorpresa que nos causó saber que había sido director de teatro, siguió la admiración por su versatilidad y, finalmente, la comprensión de que no se trataba de vidas paralelas o secuenciales, sino de la misma vida. No sabemos cómo se enriqueció el teatro con la economía, pero atisbamos lo que le debe lo que Fabio escribió e hizo como economista y servidor público al haber dirigido teatro.
Conocimos a su cálida esposa y a sus hijos en su casa en Río de Janeiro, el conoció nuestra casa en Montevideo y a nuestros hijos. Fuimos, además de colegas, amigos.
En este trabajo daremos cuenta de algunas de sus ideas, mostrando luego cómo influyeron de forma directa en nuestro trabajo en Uruguay e incluso cómo siguen resonando hoy. Finalmente presentaremos algunas de nuestras preocupaciones respecto a los procesos de desarrollo, que tienen con los planteos de Fabio muchos puntos en común.
2. Algunas ideas-fuerza expuestas, explicadas y defendidas por Fabio Erber
Una primera cuestión a destacar es el papel que Erber le atribuye a la teoría desde una perspectiva de acción política: identificar oportunidades para el desarrollo y mostrar caminos para aprovecharlas.
La Fortuna, apuntaban los griegos, no pasa con frecuencia. […] la rueda de las grandes trasformaciones financieras y económicas mundiales está en movimiento, acentuando la divergencia en los patrones de desarrollo, haciendo que unos sean más afortunados que otros. Advertían también los griegos que cuando la Fortuna pasa, hay que saber agarrarla por el único hilo de su cabello. Para eso sirve la teoría, para reconocer el pasaje de la Fortuna y saber cómo agarrarla [Erber y Cassiolato (1997, p. 57)].
Naturalmente, dado que la Fortuna se presenta de forma diferente en diferentes realidades, hay que hacer teoría en el Sur para reconocerla allí, en particular teoría sobre el desarrollo. De lo contrario, con la hipótesis implícita y, en ocasiones, explícita, de que hay una teoría válida –como hay, al parecer, un mejor diseño para la articulación de la rodilla en todas las especies que las tienen– es alta la probabilidad o de no reconocerla cuando pasa o de reconocerla y no ser capaz de aprovechar las oportunidades que abre. De hecho, como lo indica al comenzar su ponencia a la última Schumpeterian Conference a la que asistió, la vinculación entre teorías e ideas sobre el desarrollo y práctica política lo acompañó desde siempre:
Keynes’ remark about “practical men” being guided by ideas of long-dead economists is well known and goes a long way to explain this paper, which is part of a research project on how we think about development and how such ideas are translated into policies [Erber (2012, p. 2)].
Los enfoques teóricos a los que se adscribe Erber son en buena medida comunes al conjunto nucleado en torno a la RedeSist (red de pesquisa de la Universidad Federal del Rio de Janeiro – UFRJ), aunque parece claro que sus énfasis están más cerca de la aproximación evolucionista como alternativa a la ortodoxia neoclásica que a los sistemas nacionales de innovación como esquemas analíticos. Con respecto de este último concepto, manifesta uma cautela que compartimos [Arocena y Sutz (2000)]: “Assim em contextos em que predomina o investimento mínimo em ativos de C&T o conceito de ‘sistema nacional de inovação’ parece ser de baixa aplicação” [Erber (2000,p. 186)]. Sin embargo, como veremos un poco más adelante, Erber tenía un enfoque consistentemente sistémico de la política pública.
Si la teoría sirve para –o impide– aprovechar la rueda de la fortuna, no está sola en ello: la ideología juega también su papel. De las varias formas en que Erber se refiere a esta cuestión tomaremos dos. En primer lugar está el papel de verdad que juegan ciertas interpretaciones teóricas y, como consecuencia, la dificultad que presenta discutir las políticas que se basan en sus premisas. Ese papel de verdad aparece sobre todo cuando las teorías sociales se expresan en su versión erudita. Citando a Sá Earp (2000), Erber indica que esta versión es la producida por académicos para consumo de sus pares; en el caso de la teoría económica actual, tiende a presentarse de manera altamente abstracta y matemáticamente formalizada. Esta versión en forma de conocimiento codificado es luego “traducida” y simplificada dando lugar a nuevas versiones, que serán usadas por los científicos sociales aplicados, los libros de texto y, finalmente, los medios de comunicación masivos. El punto que propone Erber es que la versión académica de la teoría económica dominante actúa como mito.
Un mito no es un cuento común –los antiguos distinguían entre “mitos” (historias verdaderas) y “fábulas” (historias falsas). Para ser una historia “verdadera” tiene que ser contada por alguien dotado de poderes especiales… Si una versión del mito es presentada en lenguaje científico su sacralidad es restaurada y su poder reforzado. (Además) una parte integral del pensamiento mítico es la creencia de los iniciados de que detienen la Verdad. Los escépticos, que hacen notar que el mito quizá revele solo una parte de la realidad, no son tolerados. […] La política de muchas instituciones académicas que producen las diferentes versiones de conocimiento codificado, y las burocracias que ponen ese conocimiento en práctica, muestran cómo esto opera [Erber (2012)].
Todos los que, en el tema que sea, hemos levantado dudas, cuestionamientos o alternativas respecto a alguna verdad dominante que prometía buenos resultados si se la seguía y, o bien explicaba los males del presente por no seguirla, o pronosticaba males futuros si no se lo hacía, nos reconocemos en el ácido humor de Erber. Pero la cuestión va más allá, pues en no pocas ocasiones el mito que orientó ciertas acciones y pronosticó ciertos resultados deviene fábula, es decir, historia falsa.
Refiriéndose al Consenso de Washington dice Erber:
Allá se fueron las listas de lavandería de las reformas institucionales a ser aplicadas en todas partes y así transformar Zambia en Suecia de un día para otro. Los “big bangs” perdieron su aura dorada. El hecho de que el mundo evolucionara de una forma tan diferente de cómo había sido predicho por la historia neoliberal prueba que no era un mito, sino una simple fábula [Erber (2012)].
¿Con cuántos de estos mitos devenidos fábulas hemos convivido en la “conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado”, como decía Norbert Lechner? Son incontables, pero un problema especialmente urticante en torno a ellos es que quienes los encarnan, en tanto articuladores de teoría e ideología, se las arreglan para cambiar de “lista de lavandería” sin perder su cualidad de detentores de la nueva verdad que sustituye a la anterior, dejando igual de angosto el espacio para la duda o la alternativa. Ejemplo de esto, también mencionado por Erber, fue el énfasis puesto durante décadas en la necesidad para los países subdesarrollados en general y para América Latina en particular de apostar todo en educación a la primaria, pues la educación superior tenía demasiadas desventajas, desde contribuir a una distribución regresiva del ingreso hasta tener carácter universitario cuando lo que se necesitaba sobre todo era formación técnico-operativa. Hoy el discurso es distinto: la formación universitaria se reconoce como importante y la enorme brecha que separa a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) del mundo en desarrollo en términos de acceso a educación superior es vista como un problema. Sin embargo, el haber fabulado por tanto tiempo acerca de cuáles eran las verdaderas prioridades en materia de política educativa no trajo modestia a los nuevos planteos. Educación universitaria sí, pero sin tolerancia para quienes la entienden como un bien público y buscan expandirla como vehículo privilegiado de la democratización del conocimiento…
La segunda forma en que Erber combina teoría e ideología que queremos mencionar tiene que ver con lo que llama “convenciones” sobre el desarrollo: “Conventions are sets of beliefs shared by a community for, among other purposes, problem-setting and problem-solving. They are a heuristic device for dealing with uncertainty” [Erber (2004, p. 37)].
In order to perform their roles in terms of problem-setting and problem-solving, conventions must be discriminating: “anything goes” is not a helpful convention. Therefore, conventions embody a set of criteria which specify a “positive agenda”, the set of problems which should be tackled and a set of solutions which should be used to solve such problems. The criteria also specify a “negative agenda”, problems which are not relevant and solutions to (relevant) problems which should be avoided. The importance of clear-cut criteria increases in the measure of the complexity of the set of problems to be solved [Erber (2004, p. 41)].
Parte de cada convención sobre el desarrollo se basa en aproximaciones teóricas y en posturas ideológicas; quizá, también, en una apreciación de lo que en cada período concreto es posible lograr en función de la situación política, nacional e internacional, y los intereses y sus poderes relativos en juego. Es así que las convenciones no permanecen inmutables a lo largo del tiempo sino que se transforman; se puede volver a alguna luego de haberse apartado mucho de ella. Erber ejemplifica con el caso brasileño la secuencia de convenciones desde la Segunda Guerra Mundial, poniendo particular atención al papel que en cada una de ellas se le atribuye a la innovación. Hubo una convención adosada al modelo desarrollista/industrialista cepalino clásico, cuya agenda positiva estaba marcada por una intervención importante del estado y una promoción intensiva de la inversión extranjera directa; la innovación vendría de su mano, con incrementos significativos de productividad dada la utilización de tecnología de última generación. La política industrial existió, así como la política sectorial, dirigida a crear sólidas bases de infraestructura pesada, aunque la innovación endógena no fue incluida. En los años 1970, la convención presentó algunos cambios, dentro de buena parte de las premisas anteriores. Uno de ellos tuvo que ver con la focalización de las políticas sectoriales, ahora volcadas a desarrollar industrias con alto contenido tecnológico y carácter estratégico por su pervasividad en el conjunto de las actividades económicas, fundamentalmente la microelectrónica y el procesamiento automático de datos. El otro aspecto tuvo que ver con la innovación endógena. A juzgar por la literatura sobre el peculiar proceso técnico-político de la informática brasileña, estos cambios en la convención, con su nueva agenda positiva –tener independencia tecnológica en un área clave– y la nueva agenda negativa –no permitir la perpetuación de la dependencia por falta de procesos de aprendizaje– tuvo una fuerte influencia de acontecimientos externos. En efecto, como indica Helena (1980), la opción por la reserva de mercado para la producción de minicomputadoras, ejemplo casi sin precedentes a nivel mundial, se debió a la negativa de las empresas internacionales de computación a transferir la tecnología asociada, a que las empresas mixtas pudieran tener proveedores tecnológicos diversos y a permitir la exportación desde Brasil. El punto a remarcar es que la promoción de la innovación endógena prevaleció, políticamente, frente a innumerables dificultades: la particular convención sobre el desarrollo que la hizo posible tuvo, del lado ideológico, una fuerte impronta nacionalista y un “imaginario tecnológico” positivo.
A esta convención siguió, de acuerdo con un canon mucho más general, la que Erber, junto con muchos, denomina neoliberal, guiada por el Consenso de Washington. En este caso, las agendas positiva y negativa se derivan claramente de las anteriores, pues propugnan básicamente su intercambio. En particular, la agenda negativa pasa a estar encabezada por un papel muy activo del estado en la promoción de ciertos sectores industriales. Como lo indica Erber, triunfó la postura de que computer chips y potato chips son exactamente lo mismo, con lo cual el énfasis anterior en los procesos de aprendizaje e innovación endógenos se debilitó notoriamente a nivel de la política, más allá de que del lado de la oferta –sobre todo formación de posgrado– siguiera habiendo inversiones muy importantes. La convención sobre el desarrollo volvió a cambiar con la conjunción de crisis internacional y las secuelas sociales y económicas de la anterior, a partir de la llegada al gobierno del Presidente Lula a comienzos de la primera década del siglo XXI. Otra vez, blancos y negros intercambiaron roles, aunque quizá no con tanta nitidez como en el pasaje a la convención neoliberal. Los grados de libertad de la política, en particular de la política tecnológica y de innovación, eran sensiblemente menores que antes, pues la privatización de empresas públicas, con la subsiguiente disminución de las actividades de investigación e innovación así como de sus encadenamientos con el conjunto de la academia y la industria nacional, implicaban un esfuerzo muy grande y original para estimular un sector industrial privado reacio a la innovación. Un cuidadoso análisis de este último período se encuentra en Erber (2008). Antes el autor [Erber (2004)] había sostenido que esta nueva convención debe incluir dos estrategias: incrementar el contenido tecnológico de las cadenas de producción ya existentes e incluir sectores que son los motores y los transmisores de la innovación, especialmente electrónica y bienes de capital.
Las convenciones sobre el desarrollo están vinculadas centralmente a la cuestión del cambio estructural [Erber (2012)]. Al aplicar el esquema analítico de las convenciones al caso concreto del Brasil, Erber presenta el entramado de las relaciones de poder, internas y externas, que hacen prevalecer, más allá de evidencias en contrario, ciertos enfoques cognitivos en los que, en cada caso, se apoya la acción referida a dicho cambio. Respecto a esto, Erber retoma una observación muy aguda: el poder es la capacidad de recusar informaciones [Deutsch (1966)]. Esta cuestión, qué informaciones seleccionan y utilizan los hacedores de políticas para diseñarlas, es tema fundamental que ni ha perdido vigencia con el alcance siempre mayor del conocimiento ni se plantea como problema particular del subdesarrollo, pues está presente en todas partes [Snoeck y Sutz (2010)] Esto suele resultar particularmente frustrante para quien –como Erber decía de sí mismo– actúa como académico, como asesor de políticas y, en ocasiones, como hacedor de políticas, siendo por lo tanto parte central de su trabajo el diálogo con otros; en efecto, la expresión del poder como recusación de información puede llevar a que la ideología dominante no permita captar las implicaciones de una teoría con sólido sustento fáctico y conceptual.
La necesidad de un enfoque sistémico de las políticas es otra idea-fuerza que una y otra vez aparece en los trabajos de Erber. Pero no cualquier tipo de políticas, de agendas, de visiones o, finalmente, de convenciones de desarrollo, requieren visiones sistémicas. En el trabajo de Erber y Cassiolato (1997), ya citado, se plantea la existencia de cuatro agendas principales en relación con los roles relativos del estado y del mercado y la pertinencia de las políticas sectoriales. En dos de estas agendas, la neoliberal radical y la neoliberal reformada, lo sistémico no juega papel significativo. La segunda coincide con la primera en la preeminencia de las políticas de estabilización a través del manejo de la macroeconomía, pero difiere de ella en el reconocimiento de que existen fallas de mercado referidas a cuestiones de importancia que sólo la acción del estado puede subsanar. Esta entrada del estado conduce a políticas selectivas y diferenciadas, dado que las fallas de mercado se expresan de formas diversas y afectan de forma distinta a distintos actores, deslizándose así hacia aspectos mesoeconómicos. Estos avances son sin embargo necesariamente limitados, pues su mayor ambición es ser temporarios y retirarse una vez que el mercado pueda superar la falla que llevó a la intervención pública. La dimensión sistémica es innecesaria, tanto en términos prácticos –las instituciones correctas que permiten la acción racional en los mercados no requieren formas externas de coordinación sistémica– como en términos teórico-ideológicos, dado el individualismo metodológico que inspira ambas agendas neoliberales.
La situación cambia cuando se pasa a las otras dos agendas, que los autores denominan neo-desarrollista y socialdemócrata. En la agenda neodesarrollista, basada teóricamente en las perspectivas evolucionistas y neoschumpeterianas y que entiende que las ventajas comparativas se construyen, el espacio del estado se ensancha. Las políticas industriales no son pensadas como un mal menor y temporario sino que son vistas como centrales para el desarrollo; la noción de soberanía nacional ocupa un lugar; se amplía el espectro de actores que participan en el proceso, incluyendo a la comunidad científica. La necesidad de coordinación se incrementa notablemente y el comportamiento sistémico pasa a ser un gran desafío. La complejidad de cada política conspira contra la articulación con otras; Erber reitera su preocupación, por ejemplo, por la dificultad para establecer sinergias entre las políticas industriales y las políticas tecnológicas que observa en Brasil. Pero más allá de hasta qué punto se logre configurar un sistema de actores, instituciones y acciones en torno a políticas de desarrollo industrial que actúe con eficiencia y permita a cada ámbito crecer haciendo crecer al conjunto, lo que está claro es que “crear sistema” es importante para esta agenda.
Llegan así los autores a la agenda más compleja y desafiante desde un punto de vista político y sistémico. La particularidad de la “agenda socialdemócrata” es que su centro de atención no está en la economía sino en la inclusión social. Esto no quiere decir, obviamente que la economía no importe ni que ciertos procesos con ella asociados puedan descuidarse: las políticas industriales están allí, así como las intervenciones a nivel micro y mesoeconómico. Pero además, si el norte es la inclusión social, muchas otras políticas entran a jugar: políticas de empleo, educativas, de provisión de bienes públicos de calidad, en particular de salud. Estas otras políticas requieren de la provisión eficiente de nuevos bienes y servicios, lo cual implica a su vez un nuevo norte para las políticas industriales. Como sabiamente indican los autores, “a capacidade constituída para atender estes objetivos provavelmente pode ser utilizada para outros fins, atendendo a outros mercados” [Erber y Cassiolato (1997, p. 37)]. Aquí, el funcionamiento sistémico, coordinado, con formas de cooperación y –¿por qué no?– solidaridad interinstitucional, es clave para los logros que se propone esta agenda. Si la agenda neodesarrollista amplió el conjunto de actores intervinientes, ello ocurre ahora en mayor medida, puesto que los usuarios de los nuevos bienes y servicios, casi no considerados antes, pasarán a tener un papel mucho más activo. Estos nuevos bienes y servicios requeridos por la inclusión social deberán ser provistos en buena medida por el estado; el déficit de la balanza comercial originado en la provisión de dichos bienes y servicios si fueran mayoritariamente importados puede ahogar la agenda; sólo políticas industriales, tecnológicas y de innovación, articuladas con las diversas políticas sociales, pueden plantearse producir esos bienes y servicios a partir de capacidades propias. Erber indica un ejemplo concreto de cómo esto podría ocurrir, planteando que un programa educativo muy ambicioso, Projeto TV-Escola, que se propone dotar a la red de escuelas públicas de aparatos de TV y antenas parabólicas, podría ser útilmente coordinado con una política industrial que proveyera a esa demanda. Las necesidades y demandas de la inclusión social tienen, además, rasgos marcadamente regionales o sectoriales: no alcanza ya con políticas centrales sino con otras que apoyen tomando en cuenta la enorme diversidad de lo específico. Para la “agenda socialdemócrata”, por lo tanto, construir sistema es imprescindible.
Esta es una manera especialmente valiosa de atender a la cuestión de los sistemas de innovación, en buena medida banalizada por el abuso del término. Los sistemas de innovación no serían así fines en sí mismos sino medios para lograr un conjunto de objetivos; su configuración en vez de relativamente autónoma sería contingente; los sistemas de innovación diferirían no sólo por razones asociadas con el pasado sino con el futuro que se quiere construir. Esta perspectiva abre nuevos caminos para seguir pensando el tema desde el Sur.
Por último, una idea central en el pensamiento de Fabio Erber tiene que ver con el papel de las nuevas tecnologías en el desarrollo. Los sectores que las abarcan no son un sector más: son –históricamente lo han sido en los países hoy desarrollados– motores del desarrollo. Las cosas que ya escribía en 1980 siguieron siendo válidas veinte años después, como lo mostraron varias investigaciones empíricas: la inversión directa extranjera no es un sustituto de la innovación endógena en tecnologías estratégicas si lo que se busca es la consolidación de capacidades propias. Si no fuera así, los derrames tecnológicos hacia el mercado interno de dicha inversión serían observables; varios trabajos muestran que ello no ocurre [ver, por ejemplo, Costa (2001)]. De la mano de esta idea vienen varias otras. Una es el papel imprescindible del estado a través de políticas diversas y articuladas, que van desde la formación de gente especializada hasta las oportunidades para que esa gente pueda actuar en la industria nacional a través de expedientes como la compra pública tecnológica y la exigencia a los inversores extranjeros de desarrollar proveedores locales en áreas intensivas en tecnología. Otra es la visión de apuesta a largo plazo, puesto que se trata de sectores con alto nivel de incertidumbre en términos del éxito técnico –y aún más, comercial– de las innovaciones, con el complejo desafío de encontrar espacios que permitan desarrollos propios, con necesidades de actualización científico-tecnológica que implican atender permanentemente a la formación y a la investigación más allá de los réditos inmediatos que éstas puedan tener.
Entender a ciertos sectores “de punta” de forma seria como motores de crecimiento implica introducir heterodoxia dentro de lo heterodoxo que ya es defender la necesidad de políticas sectoriales, aún hoy. Más incómodo aún para muchos es la pregunta, formulada en voz alta, como tantas veces lo hizo Fabio Erber, de por qué razón nuestros países no deberían proponerse tener industrias de tecnología de punta apoyadas por la política pública, como tienen todos los países desarrollados de hoy, algunos de los cuales empezaron ese camino muy recientemente y muchos de manera gradual, aunque sostenida. Decir una y otra vez, empecinadamente, que computer chips y potato chips no da lo mismo para el desarrollo, que hay opciones estratégicas en ese sentido a tomar por parte de la política pública como parte de una estrategia de desarrollo de largo plazo, que hay que apostar y seguir apostando, en un camino difícil que no promete que “los mañanas cantarán”, es una forma de decir que nos creemos capaces del desarrollo. Y eso es algo en lo que Fabio Erber, pese a todo su escepticismo, y nosotros, creemos profundamente.
3. Algunas Ideas de Fabio Erber y el trabajo en Uruguay
Cuando en la segunda mitad de los años 1980 se le presentó a la Fundación Volkswagen el proyecto “Uruguay: problemas y perspectivas del complejo electrónico en un país pequeño”, el único texto en apoyo al enfoque fue el que Erber publicó en World Development, en 1985, sobre el complejo electrónico en Brasil a partir de una investigación elaborada a pedido del BNDES. La cita refiere al papel que jugó el estado en el desarrollo de dicho complejo en todos los países altamente industrializados. Cabe señalar que aunque aún faltaban unos cuantos años para que el concepto “sistema sectorial de innovación” fuera acuñado, de hecho la forma de encarar el estudio del complejo electrónico en ambos casos hablaba de sistema sin explicitarlo. En el caso uruguayo el proyecto –que por cierto se llevó a cabo– constaba de cuatro sub-estudios: (i) la parte no endógena del complejo; (ii) el Estado y el complejo electrónico; (iii) la formación de recursos humanos; y (iv) el sector empresarial –oferta y demanda– en electrónica profesional y en software; además se analizaron las interacciones entre esos cuatro aspectos.
En el artículo de Erber se presentan algunas cifras particularmente elocuentes. Como comentario al pasar, más allá de todas las críticas que se le pudiera hacer a la política pública brasileña referida al complejo electrónico, desde el Uruguay mirábamos con envidia una característica modesta pero elocuente de las políticas serias: contar con información pormenorizada sobre el objeto de la política. Según datos de la Secretaría Especial de Informática (SEI) y del Instituto de Economía de la UFRJ, la proporción del valor de las computadoras producidas por empresas brasileñas en el parque computacional total fue del 19% en 1978 para el rango de máquinas más pequeñas; esta proporción se incrementó al 80% en 1982, pocos años después de la entrada en vigencia de la reserva de mercado para parte de dicha franja. Concomitantemente, la proporción del valor de las computadoras importadas en esa franja pasó entre dichos años del 83% al 19%. Esto, que en sí mismo puede ser interpretado, y de hecho así lo fue por parte de muchos, dentro y sobre todo fuera de Brasil, como el mero resultado una medida administrativa cuyos dolientes fueron los sufridos usuarios, debe complementarse con otras informaciones. Dejando de lado aquellas propiamente técnicas que refieren a las prestaciones de las máquinas, las referidas a la dotación de recursos humanos en las empresas y sus actividades resultan reveladoras. Vale la pena reproducir aquí el cuadro completo:
Tabla 1: Empleo de personal con formación universitaria por actividad en empresas subsidiarias de multinacionales y en empresas brasileñas de computación (%) en 1979 y 1981
Esta situación sobrevivió a la finalización de las políticas específicas dirigidas al complejo electrónico. En efecto, en estudios realizados a partir de la Investigación de Actividades Económicas Paulistas (PAEP) casi veinte años después, se mostró que la
participación de empresas innovadoras es mayor en los sectores basados en ciencia (especialmente los que pertenecen al complejo electrónico) […] Tomando la participación de los empleados en I+D en el total de personas empleadas como indicador de intensidad tecnológica se constata la misma jerarquía sectorial. Así, […] el comportamiento innovador de las empresas es parcialmente explicado por las oportunidades tecnológicas ofrecidas por la base técnica del sector en que actúan [Erber (2010, p. 35)]
Para el Uruguay, esto mostraba que la política sectorial podía abrir oportunidades que se sostuvieran en el tiempo para producir cambios estructurales en la matriz productiva, siendo uno de dichos cambios la absorción de personal calificado y el tipo de actividad que dicho personal realiza. Las oportunidades por cierto no eran las mismas que en Brasil: la diferencia abismal de tamaño hacía obvia esta observación. Pero sea que se sustituyan importaciones de computadoras o, como en el caso uruguayo, se diseñen y fabriquen centrales télex digitales de pequeño porte y crecimiento modular así como múltiples ejemplos de “sastrería electrónica a medida” para el conjunto de las actividades económicas, el punto es que el complejo electrónico permite innovar en el sentido más lato del término: resolver problemas. Los problemas pueden derivarse de un déficit comercial insostenible a partir de una política social decidida: eso ocurrió con la política inclusiva de salud de Brasil en 2010 [Maldonado (2011)], donde el equipamiento médico, parte del complejo electrónico, daba cuenta de más del 20% de dicho déficit. Los problemas pueden derivarse de las diferencias en las condiciones de producción, que hacen que la oferta importada a menudo ofrezca a precios muy altos prestaciones innecesarias al tiempo que carece de otras importantes para el medio local. La idea-fuerza de usar al mercado interno como un recurso nacional, en especial, como un recurso fundamental que provee oportunidades para el aprendizaje, iluminó una investigación uruguaya cuyos resultados [Snoeck, Sutz y Vigorito (1992; 1993)] así lo reconocen.
Fabio Erber, claramente, estuvo siempre a favor de las políticas sectoriales. Lo indica a título expreso en su análisis de la política de proyectos de desarrollo “under financial domination” entre 2003 y 2007 durante el primer gobierno Lula, en la nota a pie 12 dice:
I must declare an interest: I was part of the group which prepared the PITCE (Plan de Innovación, Tecnología y Comercio Exterior) and was responsable for its implementation at the National Development Bank during 2003/4. Moreover, I am unashamedly sector-oriented as far as industrial policies go [Erber (2008, p. 604)].
Una justificación de las razones que fundamentan la importancia que le atribuía a la política sectorial activa se encuentra en la presentación del libro que contiene catorce capítulos referidos a las políticas sectoriales del BNDES, escrito para conmemorar los cincuenta años del banco.
A dimensão setorial cumpre também uma função explicativa da dinâmica econômica: os diversos setores em que as empresas atuam apresentam oportunidades distintas de introduzir inovações e têm padrões de inovação dados por “paradigmas” tecnológicos, imprimindo cumulatividade às distintas trajetórias setoriais. Assim, a composição setorial da estrutura produtiva é um determinante de dinâmica interna e de sua inserção internacional [Erber (2002, p. 3)].
Tener políticas sectoriales requiere, antes, tener políticas industriales. En Uruguay no hubo política industrial por mucho tiempo hasta que recientemente la situación cambió y una activa serie de medidas, que incluyen consejos sectoriales con participación gobierno-empresas-trabajadores, comenzó a delinearlas. De su mano también vino la negociación con la inversión directa extranjera para que la industria nacional en el sector a la que dicha inversión llega tenga espacios de aprendizaje y de crecimiento al integrarse a sus cadenas de valor, propuesta ésta particularmente cara a Erber. En sus análisis retrospectivos, más de una vez Erber da cuenta de las discusiones político-académico-ideológicas entre los espacios de la política industrial y tecnológica y los espacios de la política económica y monetaria en Brasil, los segundos nunca demasiado convencidos de la importancia de los primeros. Incluso un banco tan comprometido con el apoyo a las políticas sectoriales como el BNDES tenía esas discusiones a su interior. Nada distinto pasa en Uruguay, pero lo cierto es que hay razones concretas para un moderado optimismo sectorial.
La conjunción de un importante impulso a la política industrial de carácter sectorial con la comprobación de que en Uruguay las dos terceras partes del total de empresas no innova y, más aún, que los instrumentos más recientes diseñados para impulsar la innovación empresarial han sido ampliamente subutilizados, llevó a la Dirección Nacional de Industrias, a la Cámara de Industrias del Uruguay y a la Universidad de la República a realizar una investigación conjunta para entender mejor las demandas tecnológicas y de innovación de tres sectores: alimentos, plásticos y metalmecánica. El resultado fue sorprendente para quienes buscaban deman das que la actual política no satisfacía: tales demandas eran prácticamente inexistentes. Las empresas se manejaban, esquemáticamente, con una ecuación del siguiente tipo: innovación y tecnología es idéntico a compra de maquinaria; qué comprar ya sabemos, pues internet asegura estar al día; lo que falta es préstamos blandos para efectivizar la compra. Esto es coincidente con lo que dicen las encuestas de innovación en la industria uruguaya, a saber que casi el 70% de la inversión en innovación se destina a compra de maquinaria y equipo. Pensamos que a Fabio Erber le habría gustado lo que vino a continuación: doblar la apuesta y concebir un instrumento de política industrial que ayudara a que las empresas identificaran al conocimiento, incluyendo el que se expresa en maquinaria pero no solamente, como aliado de su productividad y competitividad. El instrumento se llama Centro de Extensionismo Industrial; lo que busca es
disponer de una herramienta de política industrial que, mediante una gestión integrada de carácter interinstitucional Academia-Industria-Estado, estimule sistemáticamente la expresión de demandas tecnológicas y de innovación de las empresas uruguayas y su articulación con las capacidades del Sistema Nacional de Innovación [DNI, Dirección Nacional de Industrias, Uruguay (2013)].
Tenemos esperanzas de que se concrete y empiece a funcionar en 2013.
Lo antedicho se inserta en la preocupación general que Erber manifestaba ante la escasa complejidad y el inmediatismo de las demandas que las empresas le plantean a las universidades, las cuales se ven empujadas a aceptar dichas demandas tanto por razones económicas como por presión ideológica (las que saben lo que hace falta son las empresas, se ha invertido ya demasiado en ciencia y es hora de darle mayor prioridad a la tecnología, etc.) Pero, como bien señala Erber, esta dinámica es peligrosa en términos de creación de conocimientos, implicando también una muy mala asignación de recursos especializados [Erber (2000)]. El problema es que no parece fácil romper el círculo vicioso por el cual (i) una estructura productiva compuesta por sectores y empresas que demandan poco conocimiento resulta (ii) poco capaz de aprovechar los esfuerzos nacionales por crear una infraestructura de producción de conocimientos aceptable, haciendo (iii) que esta última se deslegitime y reciba menos presupuesto, empujando a parte de ella (iv) a actuar como consultora de nivel medio a bajo con lo cual no genera al ritmo necesario conocimiento avanzado y, sobre todo, gente muy bien formada, resultando además que (v) los que sí están muy bien formados tienden o bien a quedarse en la academia o a emigrar.
El círculo vicioso recién esbozado contribuye a que la estructura productiva no cambie y, además, perjudica a instituciones que podrían estar haciendo bien su trabajo. Además, la insistencia, tanto por parte de gobiernos como de empresas, por no mencionar organismos internacionales, en que son las universidades sus responsables últimas, no ha hecho avanzar las cosas. La pregunta, tantas veces implícitamente hecha, de por dónde empezar a romper el círculo vicioso, podría contestarse tentativamente a partir de una demanda importante y sostenida de conocimiento con amplia legitimidad social. Esa demanda existe: es la que se deriva de las políticas de salud, de vivienda, de saneamiento, de nutrición; en general, de las políticas sociales. Es una demanda que, en sociedades verdaderamente democráticas, exige respuestas de calidad, entendiendo por tales no sólo que tengan prestaciones de alto nivel sino que sean operativas en contextos específicos y eventualmente marcadamente diferenciados. Dicho sintéticamente: políticas de innovación entendidas también como políticas sociales estimulando la oferta; políticas sociales entendidas también como políticas de innovación del lado de la demanda. Y satisfaciendo esa demanda, empresas nacionales innovando bajo el paraguas de políticas de compra pública tecnológica, exigentes y sostenidas en el tiempo. Un esquema de este tipo se propone en Arocena y Sutz (2010); tiene afinidad con la “agenda socialdemócrata” planteada por Erber y Cassiolato.
En ese marco conceptual se está llevando a cabo en la Universidad de la República una iniciativa compleja y de largo aliento que –estamos se- guros– habría entusiasmado a Fabio tanto como nos esperanza a nosotros.
Estimular la oferta de innovaciones dirigidas a la inclusión social está lejos de ser simple, en primer lugar porque llegar a expresar las necesidades asociadas con la inclusión social en términos de innovación es difícil. Un paso en esa dirección es procurar que las agendas de investigación universitarias incorporen problemas de inclusión social a cuya resolución puede colaborar el nuevo conocimiento adquirido. Para que eso ocurra hay que convocar, legitimar, contrarrestar formas rígidamente cuantitativas de evaluación académica, financiar, difundir resultados, colaborar a la articulación de actores muy dispares. A eso apunta un programa específico en la Universidad de la República, “Investigación e innovación orientadas a la inclusión social”. La experiencia de varias ediciones muestra tanto dificultades como aprendizajes y, también, algunos logros [Alzugaray, Mederos e Sutz (2012)]. Vale la pena subrayar aquí que dicho programa intenta formar parte de una nueva manera de entender las políticas de conocimiento para el desarrollo, insertas en una ampliación de la matriz productiva a través de una nueva especialización: la innovación para la inclusión social.
La cuestión más general en la que las experiencias uruguayas mencionadas se insertan es la del desarrollo. Muchos, por supuesto Erber incluido, damos por verdad aceptada que desarrollo no es idéntico a crecimiento; el consenso se debilita si además se agrega que desarrollo tampoco es convergencia estructural o catching-up. En la sección siguiente, concluyendo este trabajo, esbozamos una reflexión sobre el desarrollo en nuestra región.
4. Desarrollo y Democratización del Conocimiento
Durante la primera década de este siglo, la convención sobre el desarrollo –en el sentido de Erber– volvió a cambiar, no sólo en Brasil sino en gran parte de Sudamérica. La crisis, que particularmente en Argentina y Uruguay alcanzó niveles dramáticos, erosionó al neoliberalismo y abrió el camino a gobiernos de otro signo los cuales, a favor de la más bien inesperada bonanza que generó el alza de la demanda externa de commodities, practicaron activas políticas sociales.
Tales políticas fueron un factor mayor en un proceso también inusual y muy alentador, la disminución de la desigualdad en gran parte de América Latina. Arriba, al glosar algunos de los trabajos a los que Erber contribuyó, anotamos cuatro agendas que cabría distinguir en relación a los roles respectivos de estado y mercado: neoliberal radical, neoliberal reformada, neo-desarrollista y socialdemócrata. Parecería que esta última, cuya atención se centra en la inclusión social, empezaba a afirmarse en nuestra región al inicio de un nuevo siglo. ¿Cuáles son sus perspectivas a mediano y largo plazo?
No especularemos acerca de si la alta demanda externa de commodities se debilitará sustantivamente, configurándose así otro “vaivén” en la historia económica de América Latina [Bértola y Ocampo (2010)], o si se afirmará como tendencia de largo plazo, sostenida por la dinámica de producción y consumo de los grandes países de Asia. Sólo haremos observaciones breves sobre la modalidad predominante en nuestra región de crecimiento con redistribución.
Los hechos (muy) estilizados pueden ser descritos como una tensión negociada entre los grandes empresarios y los gobiernos progresistas. Los primeros constituyen el motor fundamental del crecimiento económico, a menudo mediante la inversión extranjera, que tiene su cimiento en la explotación de los recursos naturales, con renovado énfasis en lo extractivo. Los gobiernos progresistas por un lado –impulsados por sus apoyos sindicales y movimientos ecologistas– ponen ciertos límites ambientales y de derechos laborales a ese tipo de crecimiento; por otro lado, promueven la redistribución del excedente generado, mediante impuestos que financian activas políticas sociales y también respaldando las negociaciones entre empresarios y sindicatos. Si los márgenes de redistribución posibilitan mejoras en las condiciones de vida de los sectores más postergados que éstos aprecian y se incrementa la capacidad de consumo de las grandes mayorías –aspecto fundamental de la legitimidad gubernamental en buena parte del mundo de hoy–, los gobiernos están en condiciones favorables para seguir ganando elecciones. En tal caso pueden asegurar ciertaestabilidad en el “clima de negocios”, que incluye una conflictividad relativamente limitada. Si ello es así, el empresariado tiene posibilidades de obtener o anticipar ganancias que lo induzcan a ampliar sus inversiones.
En esa tensión negociada, la suma algebraica de ganancias y pérdidas para gobiernos y empresarios –unas y otras inevitables– puede resultar positiva para ambos. Grosso modo, hasta ahora parece haberlo sido. Quizás en Argentina esté dejando de serlo. El balance se torna negativo para los gobiernos cuando pierden las elecciones, lo cual puede o no ser positivo para (distintos sectores de) el empresariado, dependiendo en buena medida del grado de inestabilidad resultante y de la agitación social consiguiente. En general, el balance depende tanto de condiciones “de borde” o externas –la demanda internacional de los bienes y servicios que producimos, la disponibilidad de fondos, la existencia de otras oportunidades de inversión, etc.–como de condiciones internas, que incluyen algunas muy específicas, por ejemplo las capacidades de los empresarios en tanto tales, las capacidades de conducción de los elencos políticos y también las (in)capacidades de los elencos que se candidatean a relevarlos.
Lo anterior tiene un carácter más bien estático. En términos dinámicos, es probable que el funcionamiento mismo del modelo de crecimiento con redistribución tienda a alterar las condiciones favorables que lo posibilitaron, como suele suceder con las políticas exitosas. Las soluciones más o menos parciales a ciertos problemas agudos cambian las prioridades, las expectativas y aún la naturaleza de los problemas remanentes. En Uruguay por ejemplo en 2002 el principal problema para la gente era el desempleo, que se acercaba al 20%, pero hoy, cuando ha bajado al 6%, preocupan sobre todo la inseguridad o la calidad de la educación; tras una década de inédito crecimiento, acompañado de baja significativa de la pobreza y aún de la marginalidad, se espera seguir ampliando las posibilidades de consumo; más difícil se hace la incorporación del núcleo persistente de la marginalidad a la formación y a la ocupación de cierta calidad.
Las dinámicas que cambian las condiciones de funcionamiento son las de la propia región, pero también y especialmente las del mundo en general, donde se afirma el peso de las formas de “economía basada en el conocimiento y motorizada por la innovación” [De La Motte y Paquet (1996)], y por consiguientes las desventajas comparativas de las economías que sólo en medida muy limitada o refleja son susceptibles de tal caracterización. Erber afirmaba que la nueva convención para el desarrollo debe incrementar el contenido tecnológico de las cadenas de producción ya existentes e impulsar sectores inexistentes o apenas incipientes que son los principales motores y transmisores de la innovación. En otras palabras, se trata del problema de convertir el crecimiento económico en desarrollo económico, que por cierto no aparece recién ahora pero que se plantea de manera diferente a la de antes cuando la cuestión decisiva ha llegado a ser la incorporación de conocimiento avanzado y altas calificaciones al conjunto de la producción de bienes y servicios. A su vez, esta cuestión no se plantea de la misma manera en los países del Norte que en las diversas regiones del Sur, por lo cual tanto la teorización como las políticas deben prestar especial atención a la especificidad de la condición periférica, lección de los pioneros del pensamiento latinoamericano sobre el desarrollo que tiene más vigencia que nunca.
Por ejemplo, una manifestación de la condición periférica que se registra en muchas partes la constituye la débil demanda solvente de conocimientos endógenamente generados; por consiguiente, los mecanismos del mercado por sí solos no inducen la generación de nuevos conocimientos y ni siquiera llevan a aprovechar la débil oferta existente, lo que hace particularmente difícil mantenerla. En relación al Uruguay, ya se hizo referencia a esta cuestión al mencionar los estudios y los propósitos que respaldan una acción modesta pero concreta, la creación del Centro de Extensionismo Industrial. Por cierto, se ha propuesto incorporar al movimiento sindical al conjunto de actores vinculados con dicha acción.
En la medida en que las interrogantes planteadas tienen que ver con las perspectivas de la así llamada “agenda socialdemócrata”, no es quizás ocioso recordar que sus mayores logros en Europa estuvieron vinculados a una negociación a menudo tensionada pero enmarcada en ciertos acuerdos de largo plazo –entre el estado, el empresariado y el sindicalismo– que explícitamente apuntaba al desarrollo económico combinado con políticas sociales de amplio espectro y expansivas. Ahora bien, tal agenda difícilmente pueda encararse hoy o mañana en Sudamérica como ayer en Escandinavia, no sólo por las especificidades de la condición periférica sino también porque el tipo de crecimiento económico prevaleciente y el nuevo papel del conocimiento están configurando tendencias a la desigualdad que parecen más fuertes que las de hace medio siglo y también bastante distintas.
En China, uno de los procesos de crecimiento más extraordinarios de la historia está siendo configurado por una inesperada conjunción del gran capital globalizado con un gobierno autoritario generado por una revolución comunista. La expansión de la producción parece ir de la mano con un poderoso intento de fomentar la generación de conocimientos e innovación; sin ninguna duda, la acompañan llamativos niveles de corrupción, contaminación y desigualdad. Respecto a esta última, los datos varían, pero ciertas fuentes indican que en pocos años el índice de Gini habría pasado de algo más de 0,4 a más de 0,6 lo cual no necesita comentarios [Hu (2012)].
El gran problema es que no sólo la economía tiende a basarse en el conocimiento: afirma Tilly (2005, p. 123) que la desigualdad basada en el conocimiento prevalece en el mundo de hoy. Un ejemplo claro de ello lo proporciona el acceso diferencial a la Educación Superior, la cual en términos generales ofrece perspectivas de ingresos e influencia considerablemente superiores a las que tienen por delante quienes no consiguen formación de ese nivel. Combatir la desigualdad en este terreno pasa por la generalización de la Educación Superior, clave mayor de la democratización del conocimiento.
Otro ejemplo de desigualdad inducida por el conocimiento lo constituye la incidencia diferencial en la conformación de la agenda de investigación e innovación, Como se sabe, esa agenda en el área de la salud está concentrada en la problemática prioritaria para la minoría más acaudalada de la población mundial. En general la generación de conocimientos está orientada por los intereses económicos de las grandes empresas, y también por los intereses militares de los estados más fuertes. Todo esto sucede no sólo porque tales actores disponen de más poder sino también porque disponen de más conocimiento. En semejante contexto las políticas de innovación prevalecientes tienden a fortalecer a quienes ya son más fuertes. En este caso la democratización del conocimiento puede ilustrarse mediante una gama emergente de políticas de innovación directamente vinculadas a la problemática social y aún al protagonismo de los directamente involucrados [Arocena y Sutz (2012a; 2012b)], pequeño ejemplo de lo cual lo ofrece otra acción ensayada en Uruguay y antes comentada, el Programa de Investigación e Innovación orientadas a la Inclusión Social.
Simplificando mucho las cosas, cabe sugerir que una “agenda socialdemócrata” puede implementarse en ciertos casos, según lo ilustra Noruega en relación al petróleo, mediante una redistribución de beneficios relativamente equitativa aún para quienes nada tienen que ver con el recurso que genera tales beneficios. Pero ello es mucho más difícil cuando el recurso es el conocimiento: en tal caso, el incremento del “demo beneficio” es cada vez más difícil de separar de la expansión del “demo poder”.
En suma, aún en circunstancias favorables, parece dudoso que el crecimiento con redistribución que vive nuestra región pueda afirmarse sin democratización del conocimiento. Nos hubiera gustado someter estas reflexiones tan primarias a la crítica aguda y cordial de Fabio Erber.
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